Por: Leonardo Alba Mejía, Buque de Papel, Bogotá
Así que me fui para Santa Fe de Ralito, Córdoba, el lugar que había sido la zona de encuentro de miles de hombres armados con el gobierno colombiano (de entonces), y epicentro de su desmovilización, cuyas cifras nadie conoce con exactitud. La Casa de Nariño dice que fueron 30 mil, pero otras fuentes, como ONG, hablan de tan solo 15 mil; y del rearme de sus facciones nadie habla oficialmente.
Pero, para escribir de los paramilitares, había que ir a Ralito y ver qué tan estrechas eran las relaciones denunciadas ante la Corte Suprema de Justicia y que le costó el puesto a una Canciller, la curul a 13 congresistas y sus trabajos a varios alcaldes y concejales de tierra caliente.
Mucho antes de todo el escándalo de “la parapolítica”, llegué a la región con un señor oriundo de Sahagún, (Córdoba), un viejo amable que se dedicaba a cultivar peces y de vez en cuando le hacia el favor a “los señores” de Ralito de llevar visitantes. Las razones que animaban esta aventura eran las de enterarme si de verdad los ‘paracos’ que quedaban ahí recluidos le andaban caminando al proceso de paz.
Viajé toda la noche en la parte trasera de una camioneta 4x4 por uno de esos caminos imposibles, pero que son comunes en Colombia, en donde los buses y camiones se atascan. Son caminos de herradura que llegan a destino de tanto caserío y tanto pueblo perdido entre nuestras montañas. Llegamos a un lugar entre Bonito Viento y Caramelo, en donde debían permanecer concentrados varios de los desmovilizados, hasta resolver sus líos judiciales.
Intentar reconstruir parte de la historia de la aparición de esos ejércitos privados que han contado en Colombia con el apoyo de comerciantes, políticos y ganaderos era un motivo que se fue diluyendo en la experiencia de compartir con gente que había vivido “la Guerra sin Nombre” que se vive en Colombia. En mis múltiples columnas de opinión y en todos los espacios que me han dado dentro y fuera del país he descalificado cualquier forma de lucha armada provenga de donde provenga.
Al llegar al lugar en el que me esperaban usé el recurso que siempre he usado para metérmele a la gente, es decir, darle rienda suelta al “místico bacán” que muchos llevamos por dentro, es decir, a ese dicharachero que busca ganarse la confianza de la gente por su buena onda. Sin hablar de más entendí que todos esos desmovilizados habían vivido uno de los capítulos mas cruentos de la historia reciente de Colombia. No vi culpables, ni matones y confirmé de nuevo que más que lograr un capítulo sobre la violencia en Colombia, había que seguir metiendo el cuento de la paz, a todos los que estaban allí.
En la mesa de negociación en Ralito se había adelantado algo, pero era evidente que el proceso quedaba incompleto. Visité proyectos productivos del gobierno en los que los desmovilizados se quejaban continuamente; me encontré con mucha gente de esta comunidad comprometida por iniciativa propia de llevar todo a buen puerto, incluidos los desmovilizados que me alojaron. Hablé con un cura, una ingeniera forestal y todos sabíamos de la bomba de tiempo sobre la que nos movíamos.
Todo lo que escuche en las noches de centinela con esos desmovilizados, entre pequeños comentarios que soltaban “los señores” y mandos medios de los grupos armados, no me permitieron hilvanar una historia coherente y completa. Esas noches estrelladas, en las que las luciérnagas se confundían con las estrellas, fueron largas oraciones al cielo y pensé en el poema “IF”, de Herman Hesse: “If you hate a person, you hate something in him that is part of yourself. What isn´t part of ourselves doesn´t disturb us”. (Si usted odia a una persona, odia algo en ella que es parte de usted mismo. Que esa parte de nosotros mismos no nos disturbe).
La historia de muchos de esos desmovilizados es la misma: montones de muchachos que son como ruedas sueltas, que estuvieron fuera del sistema educativo, que se aventuran a cualquier cosa con tal de salir de la rutina de sus pueblos. Muchos de ellos no regresaron. Todo el anecdotario de la guerra empezó a ser cada vez más irrelevante frente al hecho de que estos desmovilizados del bloque Vencedores de Arauca andaban “metiéndosela toda”, a su proyecto de carpintería. ( www.corporacionmanosunidas.com )
En medio del diario desasosiego que producía una arremetida guerrillera o una orden inesperada del gobierno, como la reclusión de los jefes paras en la cárcel de Itagüí, me empecé a interesar por los asuntos cotidianos: No existía miembro alguno de esta comunidad de ex combatientes que no tuviera su chapa o su apodo: “Mc Giver”, “Cartagena”, “la paraca”, “Ralito”, “Chamán”, “cuatro puertas”, “Carraca” y aunque a mí no me lo dijeron, sino hasta después, ya me tenían uno: “oenegé”.
El encuentro con el cura de Caramelo que llegaba a visitarnos en su motocicleta por las mañanas y oficiar misa fue algo especial. Este hombre, que todas las mañanas viaja a cada uno de los caseríos de la zona se fue ganando el cariño de los desmovilizados y quienes lo sometieron a prueba. Ese día, el que lo conocí, los muchachos estaban retocándose los tatuajes y le propusieron al sacerdote, como gesto de complicidad, que se hiciera uno. Y sin dudarlo, y como gesto de vocación religiosa y de fe en ellos, se tatuó una virgen de Guadalupe en su espalda.
Otro de las historias que tuve la oportunidad de escuchar, como para el guión de una película fue la relacionada con “los cruzados”: combatientes que les vendían sus almas a brujos de los Llanos Orientales, para que las balas no los atravesaran. Cada vez que se tocaba este tema, era como si se hablara de algo que muchos habían visto. “Cruzados” que se ponían de frente al grupo de combate para probar su suerte y no les pasaba nada. Pero si al brujo le sucedía alguna desgracia, su protegido enloquecía y tocaba amarrarlo muy bien a un árbol, como a uno de los Buendía de “Cien años de soledad”, porque su delirio era descomunal.
Algunos de esos desmovilizados siguen esperando que se aclare su situación jurídica, a medida que avanza el lento y polémico proceso de la aplicación de la llamada ley de justicia y paz. Otros más son prófugos y se han rearmado en bandas que se autodenominan “Águilas Negras”, de las que no se sabe más que el mito y se desconoce su composición y quiénes realmente están al mando.
Toda la indignidad que genera la alianza criminal entre algunos integrantes del Estado y grupos armados de mercenarios, tildada como “paramilitarismo”, toda esta gesta moralizante, que por igual gobierno y oposición abanderan, en la que los medios sirven como caja de resonancia, no deja notar la legítima voluntad de los que no quieren seguir “echando plomo”, de esos desmovilizados que conocí en Ralito y que no quieren saber más de ese infierno llamado guerra.