Gabriel Turbay, incomprendido liberal

Gabriel Turbay, incomprendido liberal

La noticia de su muerte en París llegó como el eco de una tragedia que iría en aumento en Colombia. Aún hoy se barajan teoría sobre si fue suicidio o asesinato. Gabriel Turbay Abunader fue un personaje de la política colombiana y liberal. 

Por: Buque de Papel. Info homenaje Vanguardia Liberal. Foto: redes.


La noticia de su muerte en París llegó como el eco de una tragedia que iría en aumento en Colombia. Aún hoy se barajan teoría sobre si fue suicidio o asesinato. Gabriel Turbay Abunader fue un personaje de la política colombiana y liberal. 


Contrincante de Gaitán para las elecciones de 1945 y varias veces director del partido. Nació en Bucaramanga, el 10 de enero de 1901 y falleció en su cuarto del Hotel Plaza Athénée el 17 de noviembre de 1947, hace 75 años. 


Pese a sus sobrados méritos fue una figura incomprendida y quien se enfrentó directamente al poder de la política y de su propia colectividad, como se desprende del artículo de Guillermo Camacho, publicado en El Siglo en 1950 y que reproducimos en este espacio. 


El próximo 16 de septiembre, la Casa de Bolívar de Bucaramanga realizará un Simposio Conmemorativo en su honor con la participación de Olga L. González, doctora en sociología de la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París, y quien prepara un libro sobre Gabriel Turbay, su época y sus ideas; Sebastián Guerra Sánchez, investigador asociado del Instituto para las Transiciones Integrales y magister en historia de la Universidad de los Andes.


También, Rodrigo Llano Isaza, tesorero de la Academia Colombiana de Historia y veedor del Partido Liberal colombiano y Leidy Diana Landazábal Hernández, historiadora por la Universidad Industrial de Santander y autora de un trabajo de grado sobre La presencia de sirios, libaneses y palestinos en Bucaramanga, entre 1890 y 1950.


Escuche a Gabriel Turbay Abunader, cuando recibió la nominación de la candidatura liberal para las elecciones de 1945. El audio lo publica Señal Memoria, del programa ‘Caudillos y muchedumbres’, de Todelar.


Recuerdos de Gabriel Turbay en Roma


Por: Guillermo Camacho Montoya, para El Siglo.1950


A Gabriel Turbay lo vi por primera vez en el Senado de la República. Me encontraba en la tribuna de la prensa. Era un agitado debate político. Se discutía la credencial espuria de Méndez Méndez, que desconocía sus derechos a José de la Vega.


El senador Aquilino Villegas se acercó a la mesa de la secretaría para presentar una proposición dilatoria. Turbay saltó de su pupitre y le arrebató de la mano la moción, rompiéndola en sus narices. Aquilino Villegas no reaccionó.


Algún tiempo después, una semana antes de tomar posesión de la Presidencia de la República, el doctor Alfonso López invitó a almorzar a Turbay en la intimidad de su familia. Supe, por alguno de los asistentes que, durante el almuerzo, por circunstancia que no hace al caso, se mencionó mi nombre.


Turbay apuntó, displicente:


—¿Quién es ese jovencito?


Doña María Michelsen de López le dio alguna explicación. Turbay insistió:


—No lo conozco.


Quien me transmitió el informe, me preguntaba:


—¿Tú tienes alguna enemistad con Gabriel Turbay?


—Absolutamente ninguna. Jamás he conversado con él. Nunca le he sido presentado, pero a mí tampoco me gusta él.


Pasaron algunos años. Trabajaba yo en El Siglo. Un día recién llegado Turbay de alguno de sus viajes, el periódico tenía interés en publicar declaraciones suyas.


Fui a visitarlo al Hotel Granada. Le acompañaban Santiago Páez y otros. Le expresé el motivo que me llevaba hacia él. Con gesto cortante, me respondió:


—Por ahora, no tengo ninguna declaración que hacer...


Naturalmente estos detalles no suscitaban en mí simpatía por Turbay.


A menudo me referí a él, en El Siglo. No hace falta decir que el comentario era siempre adverso y agresivo.


Al cerrarse la campaña electoral, para la presidencia, en el año de 1946, pronuncié por la Voz de Colombia, una conferencia contra Turbay.


Un día me encontré en la calle con Camilo de Brigard. Recuerdo sus palabras:


—No me explico por qué escribes con tanto apasionamiento sobre Turbay. Bien se ve que no lo conoces. Cuando lo trates te convencerás de que es una persona superior y de atrayente simpatía.


Contacto en Roma


En la capital italiana tuve oportunidad de acercarme a su amistad y de tratarlo con relativa intimidad. Turbay había llegado a esa ciudad por marzo de 1947. Lo fui a visitar al Grand Hotel, en compañía de Alberto Cardona Jaramillo, que era mi compañero en la Legación de Colombia en Italia y de Abraham Fernández de Soto, secretario ante el Vaticano. 


Desde el primer momento me cautivó el poderío de su inteligencia, la vivacidad de su conversación, el tono brioso de sus palabras, la vibración con la cual evocaba las ciudades que había visitado del norte italiano: Venecia, Milán, Pisa, Florencia, etc.


Estaba en la plenitud de sus fuerzas físicas. Se le veía energía. Sonriente, optimista. A través de las gafas, la mirada fulgía. Dejaba comprender, en la conversación, que se sentía dueño del porvenir del liberalismo.


Esa vez, como las otras en que hube de encontrarme con él en Roma, vestía impecablemente. Trajes bien cortados, colores oscuros y siendo un hombre de cuerpo mediano, se agrandaba ante personas de estatura mayor que la suya.


Precisamente en días anteriores había leído en "Sábado" unas declaraciones suyas, contenidas en una carta dirigida a Carlos V. Rey.


¿Por qué, doctor Turbay, le pregunté, utilizó usted un conducto personal, el de Rey, para hacer declaraciones de trascendencia general?


—No es que yo me haya dirigido especialmente a él. Se trata de una de las pocas personas que me escriben desde que salí del país. Dentro de pocos días si pienso escribir un documento destinado a la publicidad. La carta dirigida a Rey tenía carácter privado. Se conoce que él la comunicó a sus amigos llegando el texto al conocimiento de la dirección de ese semanario. (Turbay al hablar de Colombia decía invariablemente “el país”).


En él se notaba, al primer golpe, un resentimiento hacia Colombia y en particular contra los jefes del liberalismo.


Uno de los temas que trató durante aquella conversación fue el de la prensa, la cual, decía, carente de libertad.


—¿Cómo así?


—La prensa entre nosotros está subordinada a intereses. Si se trata, por ejemplo, de una huelga petrolera, cualquier compañía afectada contrata en los periódicos avisos de una página. Al día siguiente aparece en cualquiera de ellos un comentario favorable a la empresa. Es una forma de sojuzgar el periodismo, ¿Esto puede ser honesto? Cuando regrese al país pienso presentar un proyecto de ley, en virtud del cual los periódicos no pueden publicarse en más de cuatro o seis páginas, como aquí en Europa y con un espacio limitado para la publicidad. Así volveremos a los órganos de opinión como los había en el siglo pasado.


—¿Pero eso no sería contrario a la libertad?


—No, señor. Un periódico no es una fábrica de zapatos o textiles. Por la función púbica que desempeña, debe estar sometido a los intereses generales y no a los simplemente individuales.


La víspera de esta primera conversación mía con Turbay, a poco de llegar a Roma, había estado comiendo en la intimidad con Jorge Zalamea. Esa misma mañana antes de haber ido a saludarlo, le pregunté a Zalamea sobre lo que hubieran conversado los dos.


Refirió a Alberto Cardona y a mí su coloquio con el líder liberal, el cual duró unas cuatro horas.


Durante ese lapso, nos contaba Zalamea, Turbay le puso en antecedentes de la campaña presidencial. De acuerdo con sus palabras, Turbay no acertaba a explicarse ni a comprender hasta dónde llegaba la perfidia de los jefes liberales.


Alfonso López y Eduardo Santos, le dijo, juegan con los hombres como si fueran muñecos y, ante la astucia de ellos, desaparecen Alberto Lleras, Jorge Eliécer Gaitán, etc.


—Sus trucos, sus artimañas –añadía– son verdaderamente increíbles.


A manteles hablando de política colombiana


Dos o tres días después, Cardona Jaramillo y yo, invitamos a almorzar a Gabriel Turbay y a Jorge Zalamea. En el auto de Zalamea pasamos a recogerlo a su hotel. Era un espléndido día de primavera. Zalamea propuso que saliéramos fuera de la ciudad. Escogió un restaurante que se encuentra sobre la Via Appia Antica, frente a las catacumbas de San Calixto.


Desde aquel sitio se divisa el panorama de la campiña. A pocos metros de allí la tumba de Cecilia Metella. Las cúpulas de las grandes e históricas catedrales. En una palabra, la belleza apasionante de la antigua suntuosidad romana.


Gabriel Turbay ordenó el menú. Hablaba correcto italiano. Inmediatamente la conversación comenzó a rodar sobre el sujeto político. Turbay y Zalamea dirigían la charla.


Después de esperar algunos minutos, el criado ofreció el primer plato. Al presentárselo a Turbay, éste se volvió hacia él con desagrado:


—Le pedí una carne bien cocida y no esto que usted me ha traído. Diga en la cocina que la doren más.


Y tomó cuerpo una conversación que había de durar no menos de dos horas.


—Dentro de mis cálculos, comenzó a contarnos Turbay, siempre descarté la posibilidad de la simpatía que pudiera tener por mi candidatura Eduardo Santos.


Pero imagínense ustedes cuál sería mi sorpresa cuando un día recibí una invitación suya para ir a almorzar a "Biserta". La invitación me pareció sospechosa. Con todo eso, acudí a ella. Santos había invitado, supongo que, en calidad de testigos, a Antonio María Pradilla y a Jorge Gartner. 


Me dijo, durante el almuerzo, que, si yo lograba obtener las dos terceras partes de los votos de la convención liberal, podía contar con su apoyo, que se manifestaría de la siguiente manera: una carta pública, dirigida a sus amigos en la que pediría apoyo para mi candidatura, toda la maquinaria de El Tiempo a mi servicio y el respaldo económico necesario para realizar la campaña electoral.


Llegó el día de la convención y, como estaba seguro, obtuve las dos terceras partes de los votos. Esa misma noche, Roberto García Peña, director de "El Tiempo" me dio a conocer un editorial en el cual se sostenía mi nombre. Al día siguiente abrí el periódico. 


El editorial que la víspera me leyera García Peña no aparecía publicado. Había otro, en el que se hablaba en términos generales de las labores de la convención, sin hacer mención de mí para nada. ¿Qué había ocurrido? Después salido García Peña del periódico, Santos ordenó retirar aquel artículo y lo sustituyó por uno suyo, en donde campeaba inconfundible el estilo, o mejor, el antiestilo, de Santos. Como conocía la manera de ser suya, resolví pasar por alto esta típica jugada de él. En todo caso, me dije, yo soy el candidato oficial del partido y voy a librar la campaña...


—La característica de López y de Santos, en política, es la felonía. Además, Santos estaba buscando eliminarme a mí para llegar a ser candidato de transacción. Sus "maromas" conducían a buscar una segunda presidencia.

Por algún incidente de la conversación se mencionó a Alberto Lleras.


—A mí Lleras me traicionó. Lo hizo por seguir órdenes de López. Lleras jamás fue, en el gobierno, un hombre independiente. Siempre obró en función de instrumento de López


Un día me dijo: “detrás de mí hay cuatro siglos de historia colombiana”. A lo cual le respondí: "Pero yo no tengo alma de lacayo como usted".


—Como lo dije públicamente, Lleras sólo me ofreció una “alambrada de garantías”. Cuando visité a Cali, durante la campaña electoral, no hubo un secretario de gobierno que fuera capaz de advertirme cuál era la situación que existía en aquella ciudad.


Tengo las pruebas. Después de desórdenes ocurridos el día de llegada, fue a visitarme una telegrafista que se decía santandereana. Insistía en que la recibiera. Creí que se trataba de una histérica. Aburrido de su insistencia resolví hacerlo. Hablé con ella y me dijo que, aun a riesgo de perder su puesto, creía un deber suyo informarme que, durante todo el día de mi llegada a Cali, López había estado preguntando por teléfono a sus amigos cómo estaban las cosas por allá e inclusive habló con Mariano Ramos. 


Prueba de la autenticidad del relato de la telegrafista, es que al día siguiente el diario oficial (se refería a "El Liberal") daba cuenta pormenorizada de los sucesos. Esto lo hacía Lleras por oír las instrucciones de López.


—¿A qué obedecía esa actitud de López para con usted, doctor Turbay?


—Porque él nunca olvidó que, en un Consejo de Ministros, me hubiera opuesto a la negociación de la Handel. Mis dos mortales adversarios fueron López y Santos. Fue tan soterrada la campaña de este último, que un día le envié a decir: —Prefiero que usted me combata de frente y no a espaldas, pues, así, por lo menos, puedo salvar la candidatura liberal.


Después de estas confidencias, Turbay dio un salto atrás sobre sus recuerdos de la campaña electoral y refirió un incidente ocurrido con Alberto Lleras.


—Pocos días antes de tomar Lleras posesión de la Presidencia, me llamó para consultarme el gabinete que iría a formar. Me sentí halagado por esta prueba de confianza que jamás había recibido por parte de López y de Santos. En un principio me excusé de atender su llamamiento. Siendo candidato, me consideraba inhibido para opinar sobre la materia. Pero fueron tales las insistencias de Lleras, que al fin resolví ir a visitarlo. 


Después de exponerle las razones que tenía para no intervenir en la designación de su gabinete, accedí a escucharlo. Lleras me leyó una lista de ministros con cooperación conservadora. En ella figuraba, como titular de la cartera de Hacienda, el doctor Esteban Jaramillo. La única insinuación que me permití hacerle fue la de que cambiara al de Hacienda por otro conservador. Cuando salí de la conversación, vi que detrás de nosotros se encontraba López riéndose sardónicamente. Al verme trató de esconderse, pero yo ya lo había descubierto. 


Pasaron dos o tres días. Yo publiqué un manifiesto en el cual pedía apoyo al liberalismo para el gabinete que iba a constituir. Pero el 7 de agosto, cuando fue dada a conocer del público la lista de los nuevos ministros, me encontré sorprendido con que era completamente diferente a la que me había mostrado Lleras. Había cambiado toda la nómina ministerial. Lo había hecho por seguir órdenes de López y no tuvo la gentileza de hacerme conocer, con anterioridad, los cambios que había introducido. Lleras fue siempre un "pelele" de López en la Presidencia.


Así, en la conversación privada que Turbay tuvo con Zalamea, que me relató pormenorizadamente, en presencia de Alberto Cardona Jaramillo, como en esta que rememoro, insistió en que Jorge Eliécer Gaitán siempre había estado dispuesto a renunciar a sus pretensiones presidenciales.


—Cuando se lanzó la candidatura de Ospina Pérez, dijo, se me presentó ese tipo (Gaitán) a entregárseme. Decía que Laureano Gómez lo había traicionado, porque le había prometido apoyar su candidatura, pero que, ante su perfidia, deseaba llegar a un entendimiento conmigo. Pero ni López ni Santos me permitieron que pudiéramos lograr un acuerdo conveniente para los intereses del liberalismo. Gaitán, en política, es una persona ingenua. A él no le cabe el partido liberal en las manos.


—Un día me hicieron conocer algunos documentos contra Alberto Pumarejo, a propósito de una negociación que realizó, cuando era Gobernador del Atlántico, tendiente a unos terrenos que favorecían la empresa de "El Heraldo" de Barranquilla, periódico que es de su propiedad. Yo rehusé utilizar esos papeles. Luego se los ofrecieron a Gaitán. Este voló a Barranquilla, comprobó su veracidad y en una de sus vespertinas del Municipio, se pronunció furiosamente contra ese satélite de la oligarquía lopista. A poco, Pumarejo era un frenético gaitanista.


Luego Turbay entró a referirse a algunos episodios de la política conservadora. Hizo diversos comentarios. Le formuló algunas críticas. Refiriéndose a Laureano Gómez, se expresó así:


—Yo nunca he estado de acuerdo con él. Creo que las campañas de Laureano son injustas y siempre movidas por la pasión política. Por el deseo de servir a su partido, no se detiene ante nada. Pero en eso, es sincero y obra de buena fe. Para mí es lo que Gabriel Tarde llamó ''los hombres fuerzas, los hombres-cumbres”, que absorben, con su figura, la representación de varias generaciones. En el parlamento, hoy, en Colombia, no hay sino dos hombres: Laureano Gómez y yo.


El almuerzo estuvo rociado de vino Chianti. Turbay lo saboreaba gustosamente. Estábamos al aire libre. Ofrecía cigarrillos. Energías intactas para la lucha política.


—El partido liberal me ha dado mucho. Yo también le he dado mucho a él y todavía puedo darle más... dijo.


No revelaba amargura en relación a la ferocidad de la campaña que se había desarrollado contra su candidatura. Con cierto aire de indiferencia, comentaba las expresiones hirientes y mortificantes con que se le había calificado. Se sentía por encima de esa virulencia. 

Sin cólera hablaba del turquismo


—El lunes 6 de mayo del 46, recibí de Salazar Yerro un telegrama en que me anunciaba que yo sería el presidente. Ese telegrama me produjo tremenda repulsión. Ya sabía que estaba derrotado.


Era la hora de regresar a la ciudad. El sol doraba la campiña. Tomamos el auto y nos dirigimos a Roma.


Turbay se retiró a su hotel. Zalamea a su casa de Vía Ostriana. Cardona Jaramillo y el autor de estas líneas nos quedamos en el Hotel Flora. Íbamos a visitar a Misael Pastrana Borrero, quien acababa de llegar momentos antes, recién nombrado primer secretario de nuestra Embajada ante el Vaticano. Invitamos a Misael Pastrana a tomar un aperitivo. Fuimos al restaurante Rosati, a pocos pasos de allí, en Vía Véneto.


Allí volvimos a encontrarnos con Turbay. Conversaba con un amigo suyo, de nacionalidad italiana. Cuando nos vio se levantó de su puesto y se dirigió hacia el grupo donde nos encontrábamos. Le dijo a Pastrana:


—Yo soy el responsable de que sus amigos no hubieran salido a encontrarlo al aeropuerto del Campino. Pero con mi "cháchara" los retuve hasta las cuatro de la tarde. No los culpe a ellos.


Otra vez probé el placer de conversar con el líder liberal. Fue en la Legación de Colombia, en Vía Ostriana, cuando disponía de una magnífica residencia e instalada como pocas veces lo ha estado en Roma.


Turbay esa noche tomó algunos whiskeys, estuvo animado, cortés, agradable. Pocos días después organizó su viaje de regreso a París. En el trayecto se demoró en algunas ciudades italianas.


El 20 o 21 de septiembre, por segunda vez Turbay volvió a Roma. Coincidió este viaje suyo con el arribo del doctor Absalón Fernández de Soto, nombrado ministro ante El Quirinal. Como Turbay, se hospedó en el Grand Hotel. Nuevamente con Cardona Jaramillo y, esta vez, además, con Misael Pastrana, lo fuimos a visitar.


En el hall del hotel se encontraba el doctor Fernández de Soto, con su esposa, doña Elvira J. de Fernández de Soto y sus hijas —de una simpatía fina—. Recibían la visita de algunos amigos que habían ido a saludarlos. En sitio opuesto al que ellos ocupaban nos encontrábamos nosotros. El jefe liberal había visitado a España y residió varios meses en París. Inició su conversación relatándonos sus impresiones del viaje a España. Venía complacido de las atenciones de que había sido objeto. Había captado con sagacidad —cualidad suya— los progresos obtenidos últimamente. Se expresaba con entusiasmo y simpatía por aquel país.


Continuando la conversación sobre el tema político, al referirse a López, exclamó:


—Es el único presidente que jamás estuvo a la altura del solio del Libertador.


Turbay estaba optimista por su regreso a Bogotá. Tenía confianza en sí mismo. Creía que su presencia determinaría el cambio radical en la orientación del liberalismo.


Una tarde, pocos días después —era verano— me encontraba con Zalamea y Pastrana, sentados frente a una mesa de Rosati, sobre la vía Veneto. Nos acompañaban dos muchachas, una, Alba Barbato y otra, Lily Sierbemann.


A poco de estar allí pasó frente a nosotros Turbay. Lo invitamos a tomar asiento. Con sorpresa comprobé que la muchacha norteamericana era amiga de él. Se saludaron afectuosamente y conversaron en inglés.


En unos recortes de prensa que habían llegado ese día a la legación, se hablaba de la acusación que elementos liberales pensaban hacer en el congreso al presidente Ospina, por la importación de unos gases para el ejército. Tanto Turbay como Zalamea tomaron el tema con apasionamiento. No hace falta añadir que compartían la tesis de la acusación presidencial.


Le hice ver a Turbay la injusticia con que juzgaba el asunto, ya que esa importación de gases había sido un pedido realizado por la administración anterior, siendo ministro de guerra Luis Tamayo; le argüía que era ilógico negarle al gobierno la facultad de dotar al ejército de elementos requeridos para cumplir sus funciones.


—No, eso no es lo malo, me argumentó. Lo censurable es que se haga uso de dos aviones extranjeros, para su transporte, pues ello significa un menoscabo para la soberanía nacional.


Como sucede entre colombianos, mordidos por el rencor de partido, ni Turbay ni Zalamea pudieron estar de acuerdo con Pastrana y conmigo. La discusión resultaba inútil, aun tratándose de cuestión obvia, a la cual era extraño el presidente conservador.


Del tema de gases, la conversación se volvió hacia el comentario de unos incidentes ocurridos en Boyacá o en Santander, durante los cuales se habían registrado varios muertos.


Zalamea daba una cifra de víctimas, hasta entonces, digamos, por ejemplo, 95; Pastrana y yo hicimos ver que no eran tantos y, en todo caso, mucho, pero muchísimo menos de los ocurridos durante la administración de Olaya Herrera, que pasaban de los 8.000. Nos replicaba con vehemencia y Turbay asentía sus aseveraciones.


En un momento dado, Zalamea se levantó de su silla y dijo:


—Permítanme, señores. Voy a la legación y les traigo los recortes que llegaron esta tarde. Quiero, Gabriel, que usted se convenza de lo que estoy diciendo.


A pocos minutos regresó, esgrimiendo en sus manos un manojo de recortes de prensa de Bogotá. Allí se hablaba de los gases y de los muertos. Zalamea creía tener entre sus manos un trofeo de victoria.


Y de ahí que, en alguna ocasión, cuando alguien le comentó a Pastrana sobre otras víctimas ocurridas en cualquier departamento colombiano, exclamó con gracia maliciosa:


—Sí. Esos son los muertos de Zalamea...


Había llegado la hora de comer. Zalamea propuso que fuéramos a un restaurante situado en Monte Mario, una de las colinas romanas, desde donde se divisa la ciudad.


Tomamos asiento en una mesa cercana a la pista de baile. Turbay ordenó algunos aperitivos. Él y Zalamea dispusieron el menú y los vinos.


La música ejecutaba melodiosamente canciones italianas, “Monasterio de Santa Ciara”, “Les Campanas de Sant Justo”, “Eulalia Tornicceli” etc.


Turbay invitó a bailar a las dos muchachas que nos acompañaban. Bailaba bien y con elegancia. Después de la larga discusión que habíamos tenido anteriormente, por consenso unánime, resolvimos abandonar las discusiones políticas. Temas de conversación intrascendentales. Hacia la media noche regresamos a la ciudad. Otras veces más habría de conversar con Turbay.


Volando alto


El tres de octubre, Jorge Zalamea y su hijo Alberto debían tomar el avión que los conduciría a Nueva York, en su viaje de regreso a Bogotá.


Turbay fue a recoger a Zalamea, en su carro, a su nuevo domicilio, "La Residencia", pues ya había entregado la sede de la legación a su sucesor, el doctor Fernández de Soto. Fui a acompañarlo. Hacia medio día nos dirigimos al campo de aviación.


El carro era conducido por un inexperto chofer francés. Turbay, como un romano, le indicaba el recorrido. Por aquí. Cruce a la derecha, siga por allí, etc. Se conocía todas las calles de Roma.


Los funcionarios de la embajada y de la legación y algunos amigos personales habían ido al campo a despedir a Zalamea. Por cierto, que allí, en la sala de espera, Turbay y Fernández de Soto se encontraron, sin haberse ninguno de los dos, cruzado, un saludo.


El avión, que debería partir a las dos de la tarde, y que venía de El Cairo, había sufrido un retraso en su itinerario. Su llegada fue aplazada para las cinco de la tarde.


La mayor parte de personas que lo habían ido a despedir, comenzaron a desfilar hacia la ciudad. Quedamos acompañando a Zalamea, Turbay, Misael Pastrana y el autor de este artículo.


El avión decoló a la hora indicada. Regresamos a la ciudad los tres.


En el trayecto de regreso, más de media hora de auto, había de tener lugar una de las más interesantes conversaciones que le escuché a Turbay. Era sobre temas literarios y de estilo, aspecto éste que, hasta entonces, me era desconocido en la personalidad y en la cultura de Turbay.


Pastrana leía esos días el libro recién aparecido de un autor italiano. Hizo algún comentario sobre él y se refirió a su estilo. Turbay, apoderándose del tema comentó:


—Yo no concibo buenos escritores sin estilo, sin manera propia y enérgica de traducir sus pensamientos. Estilo y personalidad se siguen como la sombra al cuerpo. Hay escritores sin estilo, es decir, malos escritores, aunque conozcan a fondo los matices del idioma. Pueden poseer una vasta información literaria, pero carecen de una acentuada personalidad, de garra, de color individual. En cambio, otros, sin preocupaciones retóricas, sin vanidad de escritores, suelen expresar sus ideas con claridad, con vigor, con fuerza de convicción, hasta con emocionante belleza, despertando entusiasmo o suscitando admiración. 


Voy a ponerles un ejemplo: la diferencia que existe entre el estilo cositero de Poincaré, en su libro "Al Servicio de Francia" y la pluma denodada de Caillaux al escribir "Mis Pasiones". Va de un estilo al otro, lo mismo que de una personalidad a la otra. En el país, no obstante ser tierra de escritores, que se dice cultivan la bella forma del lenguaje, han existido escritores, correctos unos e incorrectos otros. Pero todos hombres definidos: Simón Bolívar, Florentino González, Posada Gutiérrez, Julio Arboleda, Rojas Garrido, los Caros Núñez, Felipe y Santiago Pérez, José María Samper, Camacho Roldán, Antonio José Restrepo. Podría estar media hora citando nombres.


Y continuó:


—Yo quisiera referirme a individuos con quienes he actuado en la vida pública. Pero hagamos una comparación: Santos y López. 


López con ser vanidoso nunca se ha creído ser escritor. Eso de que a él le escriben sus documentos políticos y discursos son monsergas de ustedes los conservadores. La prosa de López es clara, convincente, limpia, briosa e inconfundible. Así escriba en Bogotá o fuera del país, sin estar ayudado —como dicen— por sus secretarios. 


Santos, en cambio, posee formación literaria, ha leído mucho más que López. Tiene un vasto conocimiento de la literatura francesa y algo de la española. Redacta con facilidad. Ha tenido siempre una preocupación literaria. Se considera escritor y, sin embargo, no sabe escribir. Esa es su tragedia, que estoy seguro, que, él la siente. Diluye las ideas en palabras incoloras. La adjetivación es de pobreza ramplona. A ratos es de una cursilería propia de un estudiante de primeras letras. Santos se ha dado cuenta de su incapacidad de escritor y esto lo hace sufrir hasta lo increíble. Es un caso doloroso, digno de lástima. 


Ese fracaso suyo, como escritor, es la causa de su resentimiento, de la amargura —más o menos disfrazada—, de la mezquindad de su temperamento. Es hombre de pequeños agravios y minúsculos rencores. ¡Qué complejo tan espantoso el suyo! Lo que no le sucede a López, que nunca ha tenido complejo alguno. Creo que usted estará de acuerdo en esta opinión mía: ¿a qué se debió la antipatía que durante su vida le tuvo Santos siempre a su padre? Porque tuvo que convencerse que Camacho Carrizosa, como escritor, como periodista y como hombre de estilo, estuvo muy por encima de él. 


Otra de las características de Santos, es que no sufre a su alrededor más que a escritorzuelos. Abomina de quienes pueden descollar en las letras por su propio valer. Su repulsión hacia ellos es envidiosa. Es persona que ahoga los impulsos más generosos. Estoy seguro, que, le profesa más estimación a su hermano Gustavo que a Calibán. Soporta a Calibán porque es el escritor leído de "El Tiempo". 


Tolera a Luis Eduardo Nieto Caballero, porque, a veces, tiene algunos aciertos. Pero prefiere a Agustín porque es tan de malas para las cosas de la prosa. La táctica de Santos, como propietario de "El Tiempo", ha consistido en apoyar a las mediocridades, a aquellos que no le pueden hacer sombra. Pero a su lado jamás han podido prosperar Alberto Lleras Camargo, Jorge Zalamea, Eduardo Caballero Calderón, José Umaña Bernal (a Pacho sí lo quiere porque no lo considera escritor), Abelardo Forero Benavides, José Mar. Como estos ejemplos les podría citar muchos más. Es una alergia invencible.

Con Gaitán


Dos o tres días después de este encuentro, Misael Pastrana, Alberto Cardona Jaramillo y su esposa y yo invitamos a almorzar a Turbay.


Fuimos a buscarlo al Grand Hotel. Se encontraba allí en el hall, en compañía de Luis Toro y de su esposa.


Cuando salimos del hotel, nos encontramos en la puerta con Ernesto Barnach Calvo, primer secretario de la Embajada de España y su encantadora esposa Balín –quienes cuando habían estado en Washington fueron amigos de mi primo hermano José Camacho Lorenzana. Los Calvo llegaban al hotel acompañados por don Jaime de Borbón, duque de Segovia e hijo del rey Alfonso XIII, con el cual teníamos excelentes relaciones de bar. Turbay que también había conocido a Ernesto Calvo y a su esposa, en Washington, se saludaron como buenos amigos.


Con Misael Pastrana y Alberto Cardona habíamos convenido llevar a Turbay a almorzar al restaurante Alfredo, en vía de la Croce. Este es un sitio frecuentado por turistas. Allí preparan "los mejores fetuccienes" del mundo. Durante el trayecto hacia el restaurante, Turbay se mostró indignado con la dirección del hotel. Contaba que durante ocho días lo habían hecho cambiar tres o cuatro veces de habitación y que al día siguiente se iba a trasladar al Hotel Hasslerde la Ville, situado en Trinitá del Monte.


Turbay, en Alfredo, inició la conversación. Siempre su tema preferido: la política...


—Es falso, contaba, que yo hubiera ido a buscar una transacción con ese "tipo" de Gaitán


No podía ni debía hacerlo, porque yo era el candidato oficial del liberalismo. Una vez me invitó Gaitán a una conferencia. 


Resolví asistir a ella y le pedí a Jorge Gartner que me acompañara. Este, a última hora se excusó de acompañarme. En el camino me encontré con Carlos, V. Rey y lo llevé. Cuando llegamos a la cita, Gaitán estaba con Luis E. Gacharná y otros amigos suyos, a quienes seguramente convocó en calidad de testigos. Los testigos gaitanistas me manifestaron que su candidato estaba dispuesto a retirarse. Sólo pedía, como condición única, que yo le diera la suma de $40.000 que había invertido en la campaña electoral. "Yo no compro candidaturas”, fue la respuesta que le di. 

Mientras se celebraba esta conferencia, Gilberto Alzate Avendaño llamaba constantemente a la casa de Gaitán y a su oficina, para hacerle saber que iban a raptar a su hija si llegaba a un acuerdo conmigo. El "tipito" se sintió amedrentado con los anónimos telefónicos y comenzó a aflojar en sus propuestas.


—Después de esa conferencia, llamé a Darío Samper, quien era uno de los sostenedores de mi candidatura. Le pedí que se saliera del movimiento, pues su presencia allí me estaba perjudicando. Después de este ruego mío, Samper salió de allí hacia “El Liberal”. Él y Alberto Galindo inventaron, sobre el humo, la leyenda fantástica, publicada al día siguiente en el periódico, de que yo le había ofrecido a Gaitán la primera designatura y la embajada en Washington.


—Jamás conté con la lealtad de “quienes se decían mis amigos”.


Pasamos a otros temas de conversación.


—Anoche, dijo Turbay, salí a caminar hacia el Campidoglio. Desde ese sitio se divisan, como ustedes saben, las torres de la basílica de San Juan de Letrán. En lo alto se levantan las estatuas de los apóstoles.


Turbay relataba la emoción que le produjo el espectáculo, a luz de la luna contemplar aquel panorama.


—Allí, los discípulos del Señor, rígidos, con sus espadas, como si fueran cruzados, ante la fosforescencia de la luna, sobre la cúspide de la catedral, me parecían que eran los soldados enfilados para una gran batalla...


Acaso Turbay no fue un hombre de arraigadas convicciones religiosas. Pero cuando hablaba así daba la impresión de ser un católico convencido.


Terminado el almuerzo, Pastrana y yo le insinuamos acompañarlo hasta el hotel. Aceptó la invitación, pero nos manifestó que marcháramos a pie.


Comenzó a relatarnos incidentes ocurridos durante el tiempo que estuvo al frente de la embajada en Washington.


Íbamos caminando por la vía Amendola. Hizo mención del nombre de Alfonso Araujo.


—Yo estaba de embajador en Washington, cuando llegó a Nueva York Alfonso Araujo, nombrado por el gobierno para representar al país en una conferencia en la cual se iban a discutir los pactos de cuotas de café. A las tres semanas de estar reunida la conferencia tuve noticias de que el acuerdo que se iba a firmar era perjudicial para los productores colombianos. Inmediatamente llamé por teléfono a Alfonso Araujo y le pedí que fuera a Washington para informarme en qué condiciones íbamos a quedar frente a los otros países.


En mi conversación por teléfono con Araujo, éste no supo darme ninguna información concreta. Le dije que se trasladara a Washington para que conversáramos sobre el asunto y me respondió que le era imposible, porque se encontraba enfermo y sometido a un tratamiento clínico que le impedía movilizarse. 


Al oír yo esta respuesta, le dije: —pues si usted no viene a Washington, yo si voy a Nueva York. Inmediatamente tomé el tren. Me encontré con Araujo. No supo explicarme cuál era nuestra posición en el pacto de cuotas. Sus respuestas eran evasivas. 


Me manifestó que, por diversas razones, no había podido asistir a las reuniones durante las cuales se había discutido el asunto. Me dio la impresión de que era un saco de inepcias. Comprendí que había abandonado la vigilancia de los intereses del país y que no había cumplido las funciones para las cuales había sido designado. Fue tal mi indignación que, ante esta incapacidad suya para defender a los cafeteros colombianos, resolví decirle: Retírese usted inmediatamente de la conferencia. Soy yo quien, como embajador, voy a continuar asistiendo. En seguida comuniqué oficialmente que Araujo dejaba de ser delegado del país y que sería yo quien lo iba a representar. Me tocó luchar duramente. Hubo necesidad de retrotraer la discusión a lo que se había tratado con anterioridad de tres semanas. 


Los delegados de los otros países me dijeron que ya todo eso había estado convenido, pero que no era culpa de ellos que el representante de Colombia hubiera estado ausente de las reuniones. Si yo no voy a Nueva York y entro a la conferencia, Araujo hubiera arruinado al país.


Turbay relataba a Pastrana y a mí este incidente con tal indignación, con una vehemencia tan calurosa, ademanes tribunicios, grandes voces, que las gentes que transitaban por la vía Amendola se agrupaban en torno nuestro.


Pensaban, seguramente, que se trataba de una disputa personal. Para dar a entender que no era nada de ello, Pastrana y yo nos reíamos...


Esta fue, quizás, la primera vez que en Roma vi a Turbay utilizar un lenguaje tan exaltado y vociferante.


Después, dirigiéndose hacia mí, dijo:


—¿Usted sabe quién impidió que ''El Siglo" no hubiera sido incluido en la lista negra? 


—Me parece, respondí, que Eduardo Santos tuvo alguna intervención en ese asunto.


—Falso. Eso es falso. A "El Siglo" no lo incluyeron en la lista negra por intervención mía. Al contrario, el deseo de Santos era que al periódico donde usted escribe se le cortaran los envíos de papel y tinta. Pero le advierto que esta actitud mía no obedeció, en ningún momento, a que creyera que las campañas que estaba realizando fueran justas. Obré así porque considero que silenciar un periódico de oposición equivale, en cierta forma, a destruir la democracia. Esta es la verdad, como se la estoy contando. Pepe de la Vega conoció a fondo las intimidades de esta gestión.

Encuentro final


Días después, Turbay nos invitó a almorzar a su nueva residencia, Hotel Hassler de la Ville, a Alberto Cardona, a su esposa y a mí.


Con anterioridad había ordenado el menú. Era persona que entendía mucho de cosas de cocina y de mesa bien servida.


Nos ofreció un whiskey. Como estábamos acompañados de la señora de Cardona, que no entendía, hasta entonces, bien el español, la conversación fue en italiano.


En esta última ocasión que conversé con Turbay, se dedicó a relatarnos incidentes de su vida en París, a hablar de cosas frívolas que, en todo caso, no hacían referencia a la política colombiana. Entre aquellos detalles que mencionó hizo alusión de su amistad con Camilo de Brigard. Refirió algunas aventuras de juventud cuando ambos se encontraban en París. Recuerdo que relató un precipitado viaje a Londres, dispuesto de un momento a otro. Ese viaje tenía por objeto el que Camilo de Brigard fuera a encontrarse con una muchacha colombiana por la cual se sentía interesado.


Al terminar el almuerzo, nos despedimos de Turbay en la puerta del hotel.


La señora de Cardona le dijo:


—Tendría un gran placer en volverlo a ver en Roma.


—Es casi seguro. En la próxima primavera (esto ocurría en octubre) pienso regresar.


Después de esta vez, no volví a encontrarme con Turbay.


Al día siguiente, 14 de octubre de 1947, tomaba un avión, a las 7 de la mañana, que lo conduciría a París.


Tenía cita con la muerte...

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