Por: Buque de Papel, Bogotá
Luego de intentar caminar por la Carrera Séptima invadida por la venta ambulante, se llega a la esquina de la calle 24, en el centro bogotano, y se ve el vetusto letrero de neón que ya no sirve, y que hace tres décadas llamaba la atención: Esmeralda Pussy Cat, con su logo de la gata de broadway y en liguero invitando con su mirada pícara a quienes buscaban el refugio para desatar las ataduras y pasiones mentales, viendo el porno producido Estados Unidos y en Europa.
A finales de los 80 e inicios de los 90, la digitalización era una utopía, mientras que la industria de la videocinta –original y pirata- comenzó a masificar al llamado “entretenimiento para adultos”.
Los viejos teatros del centro bogotano, que se destacaron décadas atrás por su lujo y por las premieres de cine mexicano o hollywoodense, debieron transformarse para sobrevivir: y el porno, con su halo prohibido, era una válvula de escape a la crisis que se veía venir. Por eso, el viejo Tequendama, de la carrera 13 con calle 22, el Mogador (carrera 6 con calle 23) el Bogotá (calle 22 con carrera 5); Faenza, a su lado; ni hablar del Atenas, Copelia y El Dorado, y otros más, se tiñeron de rojo y llenaron de quejidos en las penumbras y de sexo fortuito en los baños.
Los llamaban con el eufemismo de “Cine rotativo”, para diferenciarlos de las tradicionales funciones de matiné, vespertina y nocturna, de los cines “bien”.
Fueron teatros que tuvieron que echar mano a la máxima guerrillera, la de “la combinación de todas las formas de lucha, maestro”, para obtener el sustento, no sin sudar copiosamente y gemir como si se tratara de las mismas películas, buscando otras alternativas de sustento: llegaron entonces las cabinas separadas, o en muchos casos, arrimó el negocio de la prostitución (chicas del sector que pescaban clientes para entrar a hacer lo que había que hacer, cobrar y dejar un porcentaje para el teatro) y del microtráfico de drogas; formas de lucha combinadas.
Así funciona a las afueras del pasaje Plaza de Armas, en el centro de Santiago de Chile, donde los teatros Nilo y Mayo sobreviven con parte de las chicas y chicos del oficio que trabajan prostituyéndose en la misma plaza principal de esta ciudad, a una cuadra de distancia.
En esta parte de la industria cinematográfica, los distribuidores también eran clasificados: los de nombres como Elephant, y el mismísimo Cine Colombia o Procinal, hasta los independientes, como Gran Cine Limitada.
Y fue un verdadero hallazgo encontrar algunas de las latas de esas películas calientes, en un garaje de una casona de La Soledad, en Bogotá.
“Antes los cines estaban concentrados en un polo, en un área que se extendía en el centro de Bogotá, entre la calle 12 y las 26 y las carreras 4 a 13“, dice el músico Manfred Reimert, de los grupos Cosmology X y Potato Bomb, quien trabajó con Gran Cine.
“Nosotros íbamos a los festivales de cine y comprábamos los derechos de las películas para Colombia. Y pese a que no fuimos exhibidores, sí nos afectaron los golpes que obligaron a cambios profundos en la industria del cine: el video e internet”.
Hoy, resalta Manfred, el cine está dentro de centros comerciales con el modelo multiplex, menos sillas, en más salas y con más películas. Hoy, el plan es ir a cine, comerse el helado con amigos, familia y entrar a ver una película. Antes era todo un ritual asistir a esos edificios que durante décadas encerraron esa magia del cine.
El tiempo pasó y la digitalización e internet ganaron la partida. Hoy quien quiere ver porno tiene su computador personal, y mejor aún, su dispositivo inteligente, celular, tableta. Ya no tiene que caminar rápido, ni hacerse el desentendido, agachar la cabeza, llevar gorra y gafas oscuras y tener la mala suerte de antaño de hacer fila mientras la taquillera del teatro lo miraba con ojos escrutadores.
Entre tanto, las actrices impresas en los desgastados afiches de las películas XXX en rotativo, como las del Esmeralda, miran hacia la Carrera Séptima anhelando los tiempos de mostrar algo más que su espectáculo a quienes tenían esa curiosidad primigenia de ir a cine, y de encontrar cintas para adultos en unos espacios que también perdieron la guerra y hoy permanecen abiertos por inercia, esperando el momento del cierre definitivo, la venta del local o la demolición.